20 October 2008

El señor Ángel


El señor Ángel, un hombre trabajador -como se definía a casi todos los de su generación-, supera con creces los ochenta años. Últimamente se pregunta a menudo qué es eso de "la crisis" de la que tanto hablan. Quiere saber por qué no paran de hablar de ella todos los días en el parte -eso a lo que ahora llamaban telediario-.

No entiende qué es lo que pasa. No le han bajado la pensión, el autobús ha subido este año lo mismo de siempre y en el supermercado ha visto subidas mucho más escandalosas que la última. Incluso esta mañana ha visto sorprendido cuando se ha acercado a la gasolinera a comprar el periódico cómo la gasolina había bajado casi veinte céntimos el litro, volviendo a precios de hace un par de años. Aunque eso a él no le importa mucho porque no tiene dónde echar la gasolina. Él se cree en plenas facultades, pero la sociedad no opina lo mismo. Le han dicho que es demasiado viejo para conducir. Sin embargo, y aunque le duele el desembolso, no quiere resistirse a comprar el periódico todos los domingos.

Cuando volvía de la gasolinera se ha encontrado a unos vecinos. Le han contado que sus hijos se habían ido a cenar a un restaurante para celebrar que se van a ir de viaje al caribe. Lo necesitaban, estaban muy estresados y querían olvidarse de la crisis por unos días. El crío les lleva locos y encima la críada que les echa una mano no lo hace como debería. Le han enseñado cien veces que las patatas fritas les gustan cortadas en dados, no en estilo french fries. El señor Ángel saluda cordialmente sin haberse enterado muy bien de la historia y sube directo a casa.

Sus nietos acaban de llegar. Vienen de comprarse una consola muy rara. O al menos, así llaman ahora a la máquina de videojuegos. Le han dicho que tiene unos mandos que no llevan cable y no hacen más que agitarlos mientras se mueven unos muñecos en la tele. ¿Cómo diablos funcionará eso?. Les ha costado un buen rato enchufarla porque decían que no tenían euronosequé libres en el plasma. Al parecer sus nietos eran los únicos del barrio que no tenían todavía el susodicho juguete. Tampoco les gustaba demasiado en un principio, pero sus amigos no hacían más que hablar de ella, así que tenía que estar bien. Se han puesto a jugar un rato.

Al poco tiempo su nieta, ya aburrida, le enseña un neceser lleno de productos que acaba de comprar para ponerse guapa, aunque para él siempre lo ha sido, y mucho. Al parecer tenía que aprovechar la oportunidad. No tenía más remedio que ir hoy sin falta porque,si no perdía no sé que vale de descuento que caducaba. En el neceser hay una crema hidratante para darse antes de la ducha, otra para durante y otra para después. Era parte del "three-step shower revitalization program". En la etiqueta aseguraba dejar la piel un 32% más hidratada. Ni más, ni menos. No lograba entenderlo, pero su hija y sus nietas le aseguraban una y otra vez que era necesario. Que la ducha lejos de hidratar, resecaba. No estaba convencido, pero si todo el mundo lo decía sería por algo.

Al rato, comienza la hora de la cena en familia. Hoy toca hablar sobre los vecinos, para variar. Al parecer a Manolo, el que se marchó del barrio hace unos años porque se compró un chalet al poco de abrir la inmobiliaria donde colocó a su sobrino, no le iba tan bien. O eso decían. Porque su Mercedes seguía aparcado en doble fila delante del restaurante donde come a diario, aunque al parecer -según se cotilleaba en el barrio- ya no pide el menú especial. No están los tiempos para historias.

También hablaron de la señora Paquita. Parecía algo resentida. Hace unos años compró varios pisos viejos que ha estado reformando. Su sobrino conocía a unos rumanos que trabajaban muy bien, sábados y domingos incluidos. Parece que ahora Paquita tenía dificultades para venderlos. "¿Qué le pasa a la gente?" - le preguntaba a menudo al señor Ángel cuando se encontraban dando algún paseo. "Un segundo piso con las escaleras bien arregladas, en un barrio estupendo y con suelo de parquet. Y tiene dos habitaciones." - describía con precisión. "¿Qué más quieren?. Si casi lo estoy regalando. Desde luego, para los diez millones que saqué con el anterior no merece la pena el esfuerzo. Que ya tenemos una edad, ¿verdad señor Ángel?" - comentaba malhumorada.

El señor Ángel revisaba a menudo los 528,55€ que su país había establecido como justo pago a una vida de trabajo. No le daban para mucho, pero todavía le permitían comprar el periódico los domingos. A veces escuchaba a sus nietos quejarse de que eran mileuristas, pero nunca quiso saber lo que significaba. Él seguía haciendo las cuentas en pesetas.

Algunas cosas habían cambiado tanto... Pero otras no. Las fundamentales no. El señor Ángel siempre vio lo mismo. Cuando, con menos de dieciocho años, tuvo que dejar de trabajar -interrumpir su carrera profesional, decían ahora- para ir a la guerra, lo convencieron de que las cosas eran así. Tras la guerra todo fue duro, había que remontar el desastre, no quedaba otra que trabajar hasta más no poder. No era él el único que necesitaba tener dos trabajos, de lunes a domingo al mediodía para mantener a los suyos.

Primero fueron unos, luego fueron otros, pero siempre fueron los mismos. Sus edades andaban comprendidas entre los treinta y los cincuenta años -lustro arriba, lustro abajo-, eran las élites sociales. Llevaban traje y vivían bien. Casi siempre sonreían. Siempre tenían explicación para todo y sabían cómo tenían que hacerse las cosas. Los jóvenes no tenían nada que decir y sus propuestas eran meras ilusiones irrealizables. Los mayores eran demasiado viejos y ya nadie quería escuchar sus historias. Ya cansados, tampoco tenían ganas de insistir.

A Ángel lo de la crisis le sonaba a cuento chino. Lo había visto otras veces. En cuanto las élites no estaban satisfechas con sus negocios o simplemente se aburrían, necesitaban un cambio de sistema o de modelo. Él nunca se aburrió en más de ocho décadas, ni siquiera en las eternas horas que pasó despiojándose o cazando ratas para matar el rato en la trinchera.

¿Cómo la gente no se daba cuenta?. Lo habían hecho siempre. Infundaban miedo para manejar a la sociedad. Que si vendrán los rojos y acabarán con nosotros, que si los terroristas nos fulminarán, que si hay que comprar casa antes de que sea imposible...

Ahora era la crisis la que iba a acabar con la sociedad, así, de repente, de un mes para otro. El país debía salvar a los más afectados, a esos constructores con pisos a medio construir que ya nadie quería y, sobre todo, a los bancos. El señor Ángel no podía entender cómo a obtener menos beneficios de los esperados lo llamaban ahora pérdidas. Pero al fin y al cabo no tenía estudios y nunca se le dieron del todo bien las matemáticas, así que alguna explicación habría.

Los ayuntamientos comenzaban a comprar viviendas que no se vendían para transformalas en VPOs, el Estado comenzaba a inyectar activos a las entidades financieras. Al parecer los bancos del otro lado del Atlántico habían tenido algún que otro problema con algo tóxico, así que una inyección parecía la mejor solución para que no se contagiaran los bancos de aquí, donde los españoles tenían su dinero.

Las noticias eran diarias y el Gobierno transmitía confianza y tranquilidad. Por lo visto, antes se reían de nosotros, pero ahora éramos un modelo a seguir en temas financieros. El señor Ángel siempre pensó que Mario Conde no podía ser tonto.

Pero pasaban los días, miraba a su alrededor y seguía sin entender nada. Lo curioso es que los demás tampoco lo hacían. Nadie que él conociera. Sólo algunos que vestían de traje y salían en las tertulias de la televisión parecían comprender algo, pero apostaban entre ellos a ver cómo sería el futuro, así que tampoco lo debían de tener tan claro. Pero si lo decían en la uno, por algo sería.

Intentó relajarse y puso la tele. Echaban algo del corazón y había una señorita joven con unos tics extraños dando explicaciones, algo sulfurada. Por lo visto andaba muy preocupada porque su marido pegó y dejó en coma sin querer a un tercero -decían que era profesor- que, en pleno malentendido, se metió donde no debía.

Su marido estaba arrepentido y ella estaba sufriendo mucho. Tanto que estaba de baja por depresión desde hacía meses. No era capaz de trabajar. No estaba suficientemente estable como para poder vender vestidos de novia, su trabajo habitual. Sufría mucho y lo estaba pasando muy, muy mal. No sabía cuándo podría volver a trabajar y enfrentarse a esas duras condiciones, explicaba a toda España ante cinco cámaras de televisión y seis interlocutores que la ponían a prueba en cada pregunta. Y al parecer le pagaban por ello, porque ella justificaba su necesidad de acudir al programa para recaudar dinero para los abogados.

El señor Ángel creía que no se podía trabajar estando de baja. Pero quizá era en sus tiempos. Además, tampoco sabía muy bien lo que era la depresión porque nunca la había cogido, pero debía de ser mala, mala. Se debía de contagiar rápido, porque ya había oido de muchos casos, sobre todo en gente joven y de mediana edad. Era raro porque él creía que los viejos como él eran los más propensos a enfermar.

Ya era tarde, así que el señor Ángel decidió acostarse. Había pasado un día más y, lejos de entender más y por mucho que se esforzaba, cada vez entendía menos. Pero bueno, él era viejo. Era normal no entender las cosas a su edad, y más en estos tiempos de crisis.

Al fin y al cabo, mañana sería otro día. Y ya le faltaba un día menos para ir a comprar el periódico.

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